¡Alto! Antes de que continúes leyendo haz una pausa. Si eres
uno de esos fanáticos religiosos, es mejor que des vuelta atrás, no te vayas a
ofender. Una vez hecha esta aclaración, mis cinco lectores se miran
consternados, esperaban poder ser un poco más. No modo, chicos, ahí será para
la próxima.
Bueno, pues tengo que admitir que mi Dios es un blandengue.
Sí, como lo oyen. Y conste que no lo estoy comparando con Zeus, Júpiter o sus
colegas, que son palabras mayores. Berrinchudos, caprichosos y abusadores sexuales, y sin embargo sus fans
los adoraban, literalmente.
No, yo lo comparo con los de las religiones actuales. No es
como el Dios que los curas católicos adoran, un Dios vengativo para el que todo
es pecado y motivo de condena. No hay cosa que sea placentera que no sea
pecado. Tampoco se parece al de los judíos, con sus miles de normas, dispuesto
a castigar al que rompa con la más mínima de ellas, sin olvidar las siete
plagas con que asoló Egipto porque los egipcios no querían prescindir de su
mano de obra barata. Ni punto de
comparación con el de los musulmanes, que incita al odio y al exterminio de los
infieles, o sea, los que no creen en Alá (hecha la aclaración varios de mis
amigos respiran tranquilos).
No tiene nada que ver con el de los cristianos, y aquí
englobo las diversas vertientes, que condena enérgicamente a los homosexuales,
como si Él no los hubiera creado. Y qué decir con el de los Testigos de Jehova,
que se enoja por el simple hecho de que no lo llamen por su nombre.
No, el mío no hace nada de eso. Se limita a decir “Amarás a
tu prójimo como a ti mismo” y promueve la paz y la hermandad entre los hombres,
sin distinguir su credo, su color de piel o sus preferencias sexuales, por
ejemplo.
Quizás no sea el más terrible ni el más imponente, pero si
todos siguiéramos sus enseñanzas, el mundo sería un mejor lugar para vivir.
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